Este mediodía transitaba por el lado norte de Morón centro, cuando casi sin proponérmelo, me topé con una esquina emblemática por muchas razones: Cabildo y Machado. De un lado, el imponente y eternamente ventoso edificio principal de la Universidad. Frente al mismo, en perfecta diagonal, se yergue un edificio ya añoso, que en sus plantas superiores posee en pleno funcionamiento un gimnasio. Pero el plato fuerte permanece en su planta baja.

Vi que Patacho Bar, para mi alegría interna, estaba abierto. Entre tantos “boliches” que fueron abriendo y cerrando a través de las décadas en esa zona de la ciudad, esta esquina mantenía sus puertas abiertas. La tentación, guiado por un motor interno plagado de recuerdos, fue demasiado poderosa.

Crucé. Ingresé. Busqué hallar lo esencial del lugar. Y los encontré. Allí estaban como siempre, Roque y Fabián, al frente del viejo barco que guían desde antaño.

Tomé asiento, pedí un almuerzo frugal, casi al paso. Saqué mi anotador y mi lapicera. Y comencé a garabatear estas líneas. Incluso Roque en un momento pasó cerca y me hizo notar lo serio que yo estaba… y no era para menos. La tarea de escribir sobre este lugar, no es cosa de todos los días. No para mi memoria al menos.

Un bar que también se calza pilchas de bodegón

Conocí Patacho a inicios de los lejanos años 80s, cuando era un prolijo y moderno bar café, con un fuerte toque de coquetería para la época, que se colmaba de estudiantes y docentes universitarios en los tres turnos de clases en la universidad cercana.

Allí, siendo apenas un niño de jardín de infantes, frecuentaba junto a mi hermana Claudia, quien ya por entonces estudiaba en el área de las Ciencias Económicas, y acompañados por mi madre, un terceto muy frecuente al cual yo era guiado desde San Justo viajando en el 242, para luego recorrer las calles céntricas de Morón, por aquel entonces desbordadas a rabiar de transeúntes en particular los días sábados.  Apenas se iniciaba mi recorrido por este mundo, y todo era risas, y besos y abrazos junto a mis seres queridos, y un chupetín quizás de premio por “buen comportamiento” durante el paseo… y Patacho estaba ahí.

Los años siguieron su curso, y Patacho fue testigo de una apreciable porción de mi juventud e ingreso a este ensayo existencial tan contradictorio, al que llamamos adultez. Desde sus amplios ventanales, fuimos testigos de cada uno de los cambios tecnológicos y culturales del conjunto de la sociedad. Pasó del teléfono público en el bar, al WiFi. Del ventilador de pie al aire acondicionado. De la dictadura a la democracia. De los comentarios en susurros discretos, a los chismes compartidos sin preocupaciones.

En el medio y atravesando cada episodio, dicho establecimiento sostuvo a sus empleados, inconmovibles allí desde hace 4 décadas, uno de los cuales incluso fue poseedor de aquel libro de poesías que me fuera publicado en los primeros años del actual siglo. Roque trabaja allí desde 1976… en tanto Fabián labura desde hace “apenas” 38 años.

El mobiliario, estoico, es el mismo en el cual me sentaba y mis pequeñas piernas quedaban suspendidas en el aire, flameando con las sonrisas de compartir mi tiempo con aquellas fascinantes mujeres eternas en mi corazón.

La persistencia de este bar atraviesa la memoria con una continuidad que invita a la emoción. Patacho toleró con digna altivez cada severa crisis económica nacional. Algunas veces pareció tambalear, pero mientras sus colegas de cuadras cercanas, bajaban sus persianas una y otra vez… esta esquina logró seguir adelante, adaptándose a cada circunstancia, acaso modificando su perfil y con él, también las características de su clientela.

Este mediodía, como les decía, los visité. Estreché esa mano confiable, fraterna, de Roque. Cuando les brindé mi elogio por la perseverancia en sostener la actividad contra viento y marea, esta vez me respondieron con un incierto “por ahora”. Pero ese “por ahora” quizás implique muchos años más. Los que los conocemos, deseamos fervientemente que así suceda.

Envueltos en un cambio socioeconómico enorme en términos generales y también a escala local, ofrecen parte de su vereda como lugar para que algún feriante –en gran número habitualmente apostados a escasos metros del bar, en la Plaza de la Cultura- ubiquen sus prendas y las ofrezcan a la venta “in situ”. La esencia afable del dúo que son el sostén absoluto de Patacho, no decae, y la coquetería de antaño devino en punto de encuentro al paso, para transeúntes de mil urgencias, si bien también lo han de frecuentar algunos nostálgicos recurrentes que, como quien redacta estas líneas, esboza una sonrisa interior cada vez que camina delante de ese bar y comprueba que sus puertas siguen abiertas, y aquellos laburantes de siempre, continúan en sus puestos para darle combate a todas las adversidades. Con la simpatía intacta.

Cual portal invisible que conduce hacia multiplicidad de épocas y estilos aprehendidos y luego reemplazados, Patacho sigue ahí, envejeciendo dulcemente como cada uno de nosotros, como la vida misma. Con ese recuerdo a pan tostado y mermeladas tan definitivamente indispensables, el aroma al café recién preparado, y el smog infaltable de la abundancia de colectivos y automóviles que deambulan esas esquinas durante buena parte de la jornada.

Escenario típicamente urbano; bodegón resistente de la mano de la perseverancia de sus trabajadores y la confianza que la propietaria delega, merecidamente, en ellos.

Patacho, ese impulsor inadvertido del retorno a otros tiempos, gimnasia tonificadora para el florecimiento de mis memorias, brotando por cada poro, en este mismo instante, y por siempre.

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