La llanura se había apagado por completo en cuestión de una última hora, que pasó demasiado rápido. Antes revoloteaba la fantasía de llegar a tiempo a la ciudad de Mendoza, pero la noche había aplastado esa posibilidad con su mazo lácteo. Mi tío, resignándose, desensilló y ató los cuatro caballos a un tronco hueco, que parecía cortado hace un par de años. El frío ya había comenzado hace rato, pero el rocío de la noche nos empaparía en cualquier momento. Había que hacer la carpa antes de que fuera demasiado tarde, pues los humores y el hambre ya avanzaban hacia terrenos peligrosos.

Me bajé del caballo y agarré las estacas. Mi tío no paró de despotricar un solo segundo de los treinta minutos que nos tomó armar la carpa. Me mantuve callado, en parte por respeto y en parte para no ligarla de rebote. Estaba visiblemente enojado consigo mismo por haber sido tan irresponsable, por no apurar el paso cuando debió y por haberse alejado del camino principal para tomar un “atajo”, que finalmente nos hizo perder y nos tomó dos horas extras que ahora, con frío y moviendo las pesadas telas casi heladas, extrañábamos de sobremanera. Pero no dije nada: puse rápido las estacas, dejé que mi tío hiciera la mayoría del trabajo y me dediqué a armar un fuego. En parte porque no quería estar con él, y en parte porque la helada me tenía las manos rígidas y sabía que en ese momento ambos preferíamos el fuego al techo. Pero ese día mi tío desistió antes de siquiera empezar, y entre insultos logró mirarme y contarme la situación:

-La carpa está mojada. Saque su bolsa de dormir que dormimos afuera.

Mi tío era un comerciante de poca monta que viajaba todo el año, desde el sur hasta el norte, para pasar el invierno en Santiago. Luego de nuevo hacia el sur, hasta Chubut, donde el calorcito del verano amigaba un poco más las ganas de salir a recorrer su tienda de virtudes. Teníamos cuatro caballos: dos para los bártulos y dos para los humanos. El mío se llamaba Atreyu por una película que había visto de chiquito, cuando aún vivían mis padres, en nuestra casita del Bolsón. Me lo había regalado cuando comencé a viajar con él hacía ya más de cinco años, cuando mi abuela falleció de la misma peste que se llevó a su hermano y a su esposa, y me dejó huérfano contra esta vida. Era una persona curiosa: increíblemente generosa, pero críptica, algo huraña, con una barba canosa que le llegaba hasta la altura de los hombros y unos ojos de huevo cansados, pero que nunca terminaban de perder el asombro y la alegría. Yo lo admiraba mucho y lo quería aún más, aunque ese año en particular se nos había atrasado mucho el viaje y nos tocó vivir un par de noches durmiendo a la intemperie mucho más al sur de lo anticipado en la carrera contra el frío. Esas noches eran de lo peor, pues el monte se cubría de escarcha en míseros segundos y recuerdo vívidamente el dolor de tener los dedos de los pies entumecidos bajo los borcegos que otrora habían pertenecido a mi padre, y eran también lo único que me había quedado de lo poco que me había legado. Esas noches frías, en donde lo único que nos alumbraba era una luna medio llena y a veces alguna que otra fogata improvisada, a mi tío le salía la furia muy fácil y el campo se llenaba de palabras y un griterío atípico, que se ahogaban entre las decenas de kilómetros que nos separaban del hogar más cercano. Pero luego, después de comer y ya acostados en nuestras bolsas de dormir, mirando al cielo, la calma no podía evitar hacer acto de presencia. El fuego se apagaría casi tan lento como una vela y, hasta entonces, los dos sabíamos que no lograríamos conciliar el sueño. Esas noches eran también mis favoritas, porque entre el insomnio y el lento arranque del calorcito bajo las sábanas se asomaban las mejores conversaciones. Mi tío sabía de todo, pero de todo enserio: a veces me señalaba las estrellas y me enseñaba (con dudoso éxito, cabe aclarar) a guiarme viendo el firmamento. Hoy en día sigo descubriendo a las tres marías casi que sin querer, y al saber el norte lo recuerdo con mucho cariño. Otras veces me narraba de sus aventuras cuando anduvo por el viejo mundo, donde vivían esos mismos reyes y princesas de los que se conocía toda la historia y sus secretos también. A veces, cuando el hambre era más fuerte y un sabor amargo nos cubría la boca, hablaba de su hermano, mi padre, y lo que hacían juntos cuando eran chiquitos. Cuando se pelaron con su madre. mi abuela, al enviudar. Cuando se fue de casa, cuando lo extrañaba y cuando no lo hacía. A veces simplemente comenzaba a desvariar acerca de algún tema que lo tenía obsesionado, y no había forma de hacerlo parar ni un segundo: el ciudado y la psicología de los cuatro caballos que nos llevaban de aquí para allá, que si el político de turno (del cual no recuerdo el nombre) era en realidad un lagarto, que si la savia es en realidad sangre blanca (y que entonces un papel era prácticamente un cadáver), que si el día es la noche iluminada o si la noche es el día con un manto encima. Nada estaba fuera de su alcance, opinión y locura. Ese día, que recordaré hasta el final de los días, comenzó a hablar justo al terminar de acostarse. Yo tardé un poco más, porque me quedé poniendo más yesca al fuego: por el frío, claro, aunque secretamente también tenía el humilde deseo de que esas hojas terminasen por extender la charla sólo unos minutos más.

–¿Estaba rica la vizcacha, no?

Lo dijo picándose los dientes con un tallo, por lo que supuse hoy se había quedado satisfecho. Respondí honestamente:

–Estaba buena, pero te superaste en alguna que otra ocasión.

Mi tío hizo un leve bufido de risa.

–Cuando tenés razón, tenés razón. – Luego empezó a rascarse la barba. Pensé que estaba a punto de escupir alguna anécdota sorpresa, pero no. Nada. El silencio solo se rompía con el viento, el roce de los pastizales y la llama alta, al rojo vivo. Por casualidad o por buena suerte, ví por el rabillo del ojo que algo se movía de entre un arbusto cerca mío, a dos o tres metros de mi cabeza. El frío me invadió cuando salté de un brinco hacia cerca de la hoguera, con los pies descalzos y un pánico súbito.

–¡Tío, un zorro! – Grité sobresaltado mientras giraba hacia él. Mi tío rió, y cuando volví a observar el arbusto, solo logré ver cómo el pequeño zorro había emprendido la huída apenas salí de mi cama. Mi tío comenzó a reír a carcajadas.

–¡Acostate, boludón, que hace frío!

Yo me volví a acomodar de mala gana. Mi tío también tenía eso: unas risotadas burlonas y ácidas al más mínimo error, que me colmaban la paciencia y me hervían la sangre. Él no era estúpido y conocía mis berrinches silenciosos, que podían durar días y le dificultaban mucho algunas tareas cotidianas para las que me necesitaba. Por lo tanto, siempre que se había extralimitado procuraba pedirme perdón y ofrecerme una pequeña ofrenda de paz;  alguna piedrita linda que había encontrado en el camino, el último durazno que había guardado para comer más tarde o bien un abrazo, aunque sólo para los casos más extremos. Pero a veces, como esa noche, la risa seguía y seguía, y después de ello solo podía venir una explicación de tanta risa y tanto enojo.

–¿Qué? ¿Está mal estar atento ahora? – Pregunté luego de un rato, luego de que hubiera tomado aire y seguido riendo varias veces, cada una progresivamente más molesta que la anterior. Mi tío se secó una lágrima, lo cual me hizo erizar los pelos de las manos, y se sentó en su tienda de dormir. Al ver mi cara, paró.

–Perdoname, perdoname… – Luego se tapó la cara y largó la última risotada. Eso fue suficiente, y me di vuelta, dándole la espalda a él y a la fogata.

–Disculpame, sobrino… pero los zorros no son una amenaza… ¡nos hubiera robado la cabeza de la vizcacha, nomás!

–Nos podría haber atacado. – Respondí sin darme vuelta, ofendido. Miré la cabeza de la vizcacha, tirada en un montículo de tierra cerca del arbusto justo al lado de la leña que habíamos preparado para la mañana. Estaba rostizada y tenía la cabeza abierta, con los ojos aún perceptibles. Entendí su risa, pero no le iba a dar el gusto de girarme y perdonarlo tan fácilmente. Pero mi tío sonrió y rió distinto, como disculpándose, y no tuve otra opción:

–Dese vuelta, salamín. Disculpame.

Me di vuelta y lo vi sentado con su pipa, buscando el tabaco en su morral. Había sido un regalo que le había hecho un amigo cuando vivió en Francia, y cada tanto solía tener el hábito de fumar, principalmente de noche y principalmente, también, cuando hacía mucho frío. Acercó un palito al fuego y encendió la pipa. Después arrancó:

–Igual sí podría habernos atacado. – Dijo, y ya anticipando mi sonrisa burlona añadió rápidamente:

–Pero no nos hubiera hecho nada. – Mi sonrisa cesó. Me senté también.

–¿Cómo sabés? – Pregunté con genuina curiosidad. Mi tío dió una calada larga antes de responder. Luego, soltó el humo mientras hablaba.

–Somos más grandes, y tenemos fuego. Para él es como magia.

Miré hacia abajo en silencio. Barajé un par de retrucadas por unos momentos, pero final decidí insistir:

–Imposible. – Dijo, haciendo un ademán con las manos. – No se hubiera llegado ni a acercar. – Luego, dió otra calada, como para darme tiempo a pensar algo mejor. Mi tío también era así: le gustaba jugar a estos juegos de ingenio. Podía haber una respuesta correcta, y podía llegar a darme la razón, pero me la tenía que ganar. No servía insistir, pues los dos sabíamos que era el susto el que hablaba, y no mi ingenio. Debía ser una explicación plausible. Algo que mostrara que el peligro era real, y que no había merecido su risa. Algo brotó, y lo dejé salir:

–Son animales cazadores. –Mi tío me clavó la mirada. Iba bien. –Y nocturnos. La posibilidad estaba. –Mi tío sonrió casi imperceptiblemente, y dió otra calada a la pipa. Debía seguir explicándome. Pasaron unos momentos de silencio, donde los dos nos dimos cuenta que el frío bajo las sábanas era mucho más maleable. Entoces se me iluminó otra idea, un poco más contundente:

–En el Chilecito había una chica en la iglesia a la que la había atacado un zorro. Cuando fuimos tenía vendas en el brazo, ¿te acordás?

Mi tío, ahora sí, sonrió completo. Soltó el humo lentamente y miró hacia las llamas, que ya estaban a la mitad de ser cenizas. Casi que podía leerle la mente, barajando ideas nuevas que contarme. Sabía que, al final, encontraría algo. Y así lo hizo, dió una calada más y volvió su mirada contra la vizcacha:

–Pero a la vizcacha esa no le tuvo miedo, ¿o no?

Recordé cuando atrapé a la vizcacha. La había hecho acercar a una trampa simple con un poco de queso. Lo difícil fue matarla, porque no es fácil que se queden quietas. Todavía tenía varios arañazos en mis brazos, producto de ser muy inexperto y un poco imprudente con mi técnica. Lo miré desconcertado:

–Pero la vizcacha no quería comerme, tío. El zorro quizás que sí.

Mi tío rió un poco, pero sin malicia.

–Es mucho mejor que te quieran comer que no, hijo mío. –Mantuve la mirada sobre él todo el tiempo. Verdaderamente no entendía a qué estaba yendo. Él lo supo, así que prosiguió:

–Los depredadores se cansan. Se asustan. El zorro come vizcachas y nosotros también, pero usted ya vió que donde hay tapados de zorro hay plata y que su caza es casi un deporte. Nosotros tenemos magia, y él solo tiene su astucia. Un palo con fuego es lo peor que le podés hacer a cualquier cosa que intente matarte; no lo entienden y, frente al pavor, el buen cazador siempre huye. Conoce bien las leyes: en este mundo se trata de cazar o ser cazado.

Luego, dió una calada larga. Sabía que no debía interrumpir, y no lo hice. Mi tío señaló a la vizcacha, y me volví para verla. Luego continuó:

–No hay nada peor que una presa asustada. Acorralada. Ella también conocía bien las reglas cuando luchó por su vida, porque dios le había dicho que ese era su día, y ella no estaba tan de acuerdo. Así que dios también le dió una última chance: la presa que se sabe presa solo puede patalear y agotar sus tiros antes de ser devorada. Es una chance que le canta los tantos, alguien debe morir en la refriega y se niega a ser merienda. Es la vida, ¿vió?

El fuego ya estaba por consumirse. Todavía quedaba una leve brasa, y aún podía distinguir el rostro de mi tío pintado con llamas. Hubo un silencio que duró unos minutos. Tenía que decir lo obvio:

–Pero igual nos la comimos. No pudo matarme. – Volví a tornarme hacia la cabeza de la vizcacha rostizada. –No tenía muchas chances. – Mi tío rió.

–Y menos mal que la mató, sobrino. Menos mal… ¡en qué tole tole estaríamos si no!

Yo solo me quedé mirándolo, desconcertado nuevamente. Dio una calada corta y rápidamente agregó:

–Esas también son las reglas del juego: la presa no tiene muchas chances, pero cuando gana no olvida. Si la hubiera dejado ir, sobrino, ahora estaríamos con ocho vizcachas mirándonos a la lejanía. Pendientes a nuestros movimientos. Si nos movemos, si comemos, si partimos. Mirándonos, leyéndonos, aterrorizadas. La presa tiene el don de la memoria, un privilegio difícil de obtener cuando siempre se gana. –Paró un segundo para dar una calada, y ambos supimos que también era la última. Soltó el humo, guardó la pipa y continuó:

–¿Sabe usted que los elefantes nunca olvidan un rostro? ¿Y que, si usted intenta matarlo y éste sobrevive, este lo podrá rastrear a kilómetros? ¿Sabe usted que si llega a olerlo, siquiera, lo perseguirá hasta matarlo? ¿Que dormirá con un ojo abierto pensando en usted? ¿Que distinguirá su aroma entre miles de humanos, con el simple deseo de aplastarle la cabeza y terminar con el que cree un monstruo? Le prometo, sobrino, que esto no me lo ha contado nadie, pues le pasó a un amigo cercano cuando estuve de paseo por el África. Lo buscó incansablemente durante noches y noches, persiguiéndolo por cada pueblo que iba. Mi amigo no sabía dónde podía esconderse ya del elefante cuyos colmillos había intentado robar, pero que un tiro mal puesto le había dejado sin el pan y sin la torta. Huyó diez años de la bestia, hasta que un día lo encontró en su pueblo natal y le aplastó la cabeza con un ruido que horrorizó completamente a todos los integrantes de la casa.

Mi tío se acostó, y yo lo hice también. La llama casi se apagaba. El cielo nocturno se convirtió en el protagonista. Tomé la razón en cuanto le vi la hilacha, que pendía evidente desde que mi tío había terminado de contar su historia. Levanté el brazo herido:

–Un elefante no es una vizcacha, tío.

Mi tío rió. Lo imaginé un poco orgulloso de heredar su lengua hábil.

–Cuando tenés razón, tenés razón. – Y, luego, se sumió en silencio. Debía preguntar si quería saber más, y así lo hice:

–¿Y qué tiene que ver, igual, con el zorro?

El tono de mi tío se volvió lúgubre. La oscuridad ya era casi total. Sólo el crujido de las brasas falleciendo era distinguible entre el coro del pastizal.

–El olor de mi amigo siguió volviendo loco al elefante. Al otro día, en su funeral, apareció para aplastar su tumba y su ropa. Parecía que despreciaba a todos los presentes, también, mientras pisoteaba las humildes sillas, el cajón se hacía pedazos y la madre de mi amigo lloraba por el nuevo terror que azotaba sus días. Un escopetazo certero lo paró en seco, y el elefante murió justo detrás de su némesis: aquel día, justo al lado, los enterraron a los dos. Eso sí, claro: los colmillos se vendieron bien y la familia pudo tener un poco de alivio luego de que el elefante destruyera su patio y sus vidas enteras. Esa, querido sobrino, es la ley de la presa. La de la vizcacha, la del ratón, la de la vaca, la del ternero. Mientras el enemigo siga vivo no hay manera de pegar ojo: de su muerte depende su vida y la de sus hijos, la de sus hermanos, la de sus padres. Un depredador vivo se convierte en un hecho insoportable, imperdonable, una burla divina, una picazón psicótica que no puede borrarse con nada más que con sangre. El depredador caza por instinto, por hambre. No siente culpa ni dolor, pero no por ello siente felicidad. El orgullo del león es una mentira: es más bien necesidad que alevosía. Es un estímulo, como sacar la mano cuando sentís demasiado calor frente a las brasas. Es la caza de la presa la que es oscura, casi inhumana. La que es potencia de un miedo irracional e incontenible, pero que tiene sentido. Es esa caza, la que no debe ser, la que no sirve, la que te tiene que asustar. Un zorro correrá si se siente amenazado, pero la vida se le envolverá en sus propias cacerías. La vizcacha es la que va a recordar cada pelo de tu rostro, el tono de tu voz, la que no dormirá pensándote como la que arruinará todo lo que conoce y cree amar. No subestime nunca el poder de una presa herida, sobrino mío, porque eso es lo que me asusta a mí: el día en que se le escape la liebre y tengamos que salir a rematarla, por las dudas de que vuelva y que no perdone. Esto te lo prometo: el yaguareté conoce de piedad, y mata limpiamente. El toro no, y ensartará tu cadáver las veces que sean necesarias para calmar su furia.

Escuché esas palabras mirando la cabeza de la vizcacha, con el sol apenas comenzando a mover algunos colores al final del horizonte. La fogata no era ya mucho más que humo y naturaleza muerta. La cabeza de la vizcacha, oscura, ahora me traía un sentimiento un poco distinto al que sentí cazándola, y recordé devorarla con un respeto que no había notado mientras lo hacía. El tío ya se había puesto en su posición para dormir: boca abajo, con su almohada especial de plumas, y con la cabeza siempre mirando hacia los caballos. Dormiríamos poco, eso era seguro. Solamente había lugar para una o dos preguntas más antes de que cayera en un sueño profundo.

–Tío… ¿nosotros somos depredadores?

Mi tío rió por última vez esa noche.

–¿Usté qué piensa, mijo? – Preguntó retóricamente, porque rápidamente agregó:

–Descanse. Mañana ya dormimos en una cama y, si dios quiere, más calentitos. Duerma que después me viene con que tiene pachorra y me afloja un día antes de llegar a la ciudad.

Podría haber hablado toda la noche con él, pero tenía razón: la voluntad a veces no es suficiente para levantarme de la cama, y más de una vez me había tenido que vaciar la cantimplora en la cabeza para que despertara. Los dientes de la vizcacha resplandecían con la tenue luz de la media luna. El viento había amainado, y dormir se volvía tentador. El sueño comenzó a recorrer mis sienes y mis ojos. Parpadeé lentamente y me costó volver a abrirlos. Era tarde.

–Descansá, tío.

No soñé nada particular esa noche pero sí recuerdo que al otro día, un poco antes de llegar a Mendoza, vi pasar un guanaco muy simpático que me miró como recordándome, anticipándome, como avisándome del precio de dejarlo vivir.

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