Buenos Aires, fecha indefinida. Acaso, una hipótesis verificable ¿Cada día lluvioso de nuestras vidas?
Llueve. En cierto aspecto, la vida tiene ese condimento: ver llover, siempre ver a través de algo cómo el agua va limpiando y erosionándolo todo, entre agentes del silencio, ardores y ocasos. Entonces acontece el otro eje conceptual inalterable e infranqueable: la lluvia de lágrimas, que nos vuelve más acuáticos y absorbentes. Luego, quizás, limpio los vidrios empañados con la manga de mi camisa de entrecasa, sólo para confirmar sin sorpresa que no ha dejado de llover, y quizás nunca suceda.
Del otro lado de la ventana ya no llueve. Y si llueve, francamente no logro apreciarlo, porque el cristal me devuelve una imagen que no me pertenece, sino al tiempo; lamentablemente, él no entiende nada de propiedades ni pasados. Intuyo y compruebo: el cristal ya no es lluvia, sino pradera infinita y verde. Me veo, allí, creo que riendo, o increíblemente bailando. Hay personas, hay algo de festejo divino, de antiguo ritual celta. Me siento feliz y me pregunto por qué, pero no llego a comprenderlo pues el cristal, que no entiende de ilusiones ni de nada, me enfrenta otra vez a la lluvia.
El vidrio vuelve a ser lluvia y yo vuelvo a ser hoy, siete de la mañana y lluvia también. Veo pasar esporádicos caminantes con sus paraguas y sus rictus de preocupación matinal, caminando al ritmo de un reloj que ninguno de nosotros veremos.
Y que a nadie le importa, digamos todo.
Pasa un auto; al rato, otro. Luego es un camión y entonces el vidrio es lodo y yo no soy yo, sino una paleta de ocres combatiendo la imposibilidad de ver más allá del cristal pegado a mi nariz.
Amanece, y contra toda ley e informe meteorológico, la lluvia va decreciendo. Finalmente para de llover. Me asomo y, en la ventana de enfrente, distingo la silueta de un hombre que mira vagamente hacia la calle. Resuelvo salir a la vereda, sin pruritos del pijama viejo y las ojotas con gotones de pintura seca, y me acerco hasta esa ventana. Me veo (pero no lo creo) a mí mismo, apoyado contra el vidrio, aparentemente dormido. Bostezo, sacudo la cabeza, me refriego los ojos. Le sonrío a esa copia inerte con la que no me identifico, para nada, y me alejo, caminando, al fin sin paraguas.
Llueve. O ya no llueve. Densa metáfora que se hace añicos contra los huesos vibrando a causa del despertador. Lo cierto es que la lluvia impidió la concreción de las mil y una tareas, proyectos, caprichos, escenarios por los cuales pretendía deambular. Y mientras el polvo viene a mi encuentro, adueñándose de mí, contribuyendo a mi inexorable desmaterialización, pienso en la infinidad de aquellas cosas que la maldita lluvia no me dejó hacer, y en que ahora, ya es muy tarde para hacerlas.