Por su etimología, “hormona” significa “yo excito, yo estimulo”, expresión que en su origen resumía la función o el sentido de ciertas sustancias en un organismo.

Como suele ocurrir a lo largo de un breve lapso histórico, ese término fue desdibujándose.

Ya no era un tipo de moléculas orgánicas, sintetizadas en el ser vivo en el que actuaban activando reacciones determinadas, sino que, en algunos casos, su acción era el impedir o retrasar algún proceso o alguna transformación química. Capaces de actuar por presencia en cantidades ínfimas.

Estudiadas en el cuerpo humano originalmente, fueron identificadas en otros seres muy diversos, a menudo con estructuras químicas muy similares, cuando no idénticas.

En nuestro caso, del accionar sobre la regulación del funcionamiento de un órgano digestivo, se comenzó a identificar otras en la actividad cardíaca, en la contractibilidad de ciertos músculos, la regularidad de ciclos sexuales, la coordinación de órganos diferentes, el ritmo del metabolismo celular…

Y se hizo evidente la concatenación de unas y otras, de modo de organizar verdaderas cadenas de procesos biológicos.

Pareciera deberse a Claude Bernard, hacia 1850, el descubrimiento de la función hormonal.

Pero recién hacia 1905, William Bayliss y Ernest Sterling reconocen a la secretina como “la hormona” que, producida en el duodeno, estimulaba la secreción del jugo pancreático.

Tal vez sea útil mostrar ejemplos posteriores.

En unos órganos pequeños (las glándulas paratiroideas), como cuatro lentejas incrustadas en otra glándula (la tiroides), se controla el equilibrio de un elemento químico esencial: el calcio. El que pasa de los huesos, por ejemplo, a la sangre. Y a la inversa.

La acción de la adrenalina, hormona de la glándula suprarrenal (ad- renal, en los perros, los seres usados en la experimentación…) que, entre otras funciones, genera el cuadro de preparación para la acción, ante el ataque de un predador…

Lo interesante es que ya aquí se comienzan a complicar las cosas: esta hormona pone en guardia, por ejemplo a un perro, si otro individuo (un ser humano, por ejemplo) segrega adrenalina. O sea, que una hormona de un ser de una especie puede actuar sobre otro individuo de otra especie. Aquí queda claro que no hace falta que sea la sangre el medio de transporte…

También se ha hecho inevitable considerar su poder reactivo, toda vez que en algunos insectos (las mariposas Monarca, por ejemplo) llegan a los receptores (ajenos) ubicados a muchos kilómetros.

Y la concentración necesaria para su acción asombra: una millonésima de gramo, en algunos casos, genera las reacciones conocidas.

Una buena pregunta es, sin duda:  ¿y las desconocidas ?¿ cuáles serán las reacciones no descubiertas aún de su poderosa acción?.

De todos modos, la definición del término “hormona” siguió correspondiendo a ciertas características muy precisas: estructura biomolecular compleja, vehiculizada por la sangre desde un órgano o grupo de células hasta otro, a menudo muy distante, promoviendo o impidiendo procesos precisos.

Sin embargo, en tiempos relativamente breves se pudo comprobar:

  1. Que a veces podía tratarse de sustancias estructuralmente sencillas
  2. No siempre su transporte era por vía sanguínea ni por un fluido orgánico equivalente
  3. Podía llevar su acción a otros individuos, inclusive a otros de especies distintas.
  4. Se encuentran muy interrelacionadas, de modo tal que si aumenta o disminuye la concentración sanguínea (¿o en el aire?) de una de ellas, se termina modificando la secreción de alguna (o de todas las otras),

Se estaba en presencia de sustancias muy diversas, pero enlazadas en la funcionalidad de manera muy concreta.

Y finalmente se pudo reconocer que en lugar de ser secretadas (es decir, producidas) por células u órganos de naturaleza glandular, muchas eran originadas por células de tipo nervioso. Por eso desde hace algunas décadas ya no se habla de “sistema hormonal” o “sistema endócrino”, y de “sistema nervioso”,  sino de “sistema neuroendócrino”. Y de “mensajeros químicos”, en lugar de “hormonas”.

Se ha producido un salto conceptual enorme. Las hormonas ya no eran lo que las había definido sólo unas pocas décadas antes, sino que comenzaban a resolver problemas impensados y a generar otros nuevos del mismo tenor.

Nuevamente analizando el papel en algunos insectos, lo notable pasa por la capacidad de algunas hormonas para promover la organización de grupos de individuos (los de un hormiguero o los de una colmena, por ejemplo), dando sentido y cohesión al conjunto al punto que en esas especies ya se considera “un organismo” a todo el grupo de organismos, no a cada una de sus unidades…

En fin, en este contexto (y va aquí el objetivo de este artículo), “el libre-mercado” no para de avanzar  sobre nuestro destino.

Una de las glándulas endócrinas en nuestro organismo es la epífisis (o glándula pineal o “tercer ojo”). Ubicada en el caso de algunos reptiles en el sector del cerebro bajo la zona posterosuperior de la cabeza. En el caso humano, se encuentra aproximadamente en el centro geométrico de nuestro cerebro.

El primer gráfico adelanta una de las funciones de la glándula pineal que nos ocupó. Y nos preocupa.

Identifica los períodos que llamamos “día” y “noche”, por la extensión de la iluminación solar.

De allí se derivan otras funciones de su secreción: la melatonina.

Regular el llamado “ritmo circadiano”, el que se afecta profundamente en el  “jet-lag” (el desfasaje  por cambio brusco de zona horaria) que se ha estudiado, por ejemplo, en los pilotos aeronáuticos  (esos que  “cobran mucho”, según aseguran algunos…). El ritmo circadiano determina la extensión (y la calidad) del período de descanso. Del “sueño”  (no de “los sueños”, que son otra cosa).

Consideremos entonces cómo van las cosas.

Aunque existe un control para los alimentos y los medicamentos (de venta libre -y no-), por parte de un organismo estatal que es la ANMAT (Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica)  (no sé qué «estamos esperando» para eliminarla o desguazarla…), desde hace algunos años tiene venta libre (y profusa propaganda) el melatol.

Que, obviamente, contiene melatonina.

Así van los cosas.

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