Sin embargo, tras el sonido de los discursos y la imagen de la aparente estabilidad, algo esencial se perdió. En un acto de apropiación disfrazado de legitimidad, el bien común fue despojado con la sutileza de un ladrón que se oculta en las sombras del sistema, tomando lo que ya no le pertenecía a nadie en particular. No fue un robo en el sentido tradicional, sino el vaciamiento de principios, el despojo de la confianza, el desdén por el futuro que quedó a la deriva.

Y mientras la nación observaba, desconcertada, la desmembración del tejido colectivo, se alzó una figura. No una figura cuyo nombre necesitara ser recordado en carteles, sino la presencia de alguien dispuesto a retomar las riendas, con una promesa, tal vez la más grande: restituir lo perdido. Como un viento que barre la niebla en las altas montañas, su llegada fue anunciada por ecos de esperanza que no necesitaban ser perfectos, sino urgentes.

«Es necesario», dijo la multitud, «que todo se ordene nuevamente». El caos, aunque profundo y enraizado, se había convertido en un monstruo que devoraba las certezas. Pero el hombre que llegaba no lo hacía con dulzura, ni con promesas de paz, sino con la rudeza de quien sabe que lo que fue robado debe ser recuperado, cueste lo que cueste. Así, se erige como el salvador en un contexto roto, en el que el sistema de valores se disuelve lentamente en el aire de la desconfianza.

¿Es esta la salvación de la que hablaban los profetas del cambio? ¿O acaso es solo la reacción desmesurada a la impotencia de ver lo irrecuperable? Las diferencias políticas, con sus fracasos y promesas rotas, se convierten en los cimientos de este nuevo ciclo, en el que unos claman por justicia y otros por redención.

Solo el tiempo, tan sabio como cruel, nos mostrará si la solución es una medicina amarga, pero necesaria. O si, al final, el remedio que llega también trae consigo nuevos dolores, que no habíamos anticipado. La política, como un río que cambia de curso, lleva consigo los ecos de los que fueron y los que llegarán. Y, entre tanto, la pregunta se mantiene viva: ¿quién paga el precio de un cambio que llega tarde, pero que, quizás, se vuelve imprescindible?

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