Por esa época yo trabajaba en una veterinaria nocturna. La única existente en el Morón del 2001. Los lamentos de un gato colorado no me dejaban dormir cuando sonó el timbre.
Una pareja de jóvenes sacaron de una caja a esa cosa casi viva y rara.
Está muy lastimado, dijo el pibe con la remera de Nirvana, lo mordió un perro.
Cuando les pregunté qué animal era se miraron y enseguida miraron al animal que parecía morir de a poco. No sabemos, dijo nuevamente el pibe.
Creí que la piba era muda. El bicho podría situarse en algún punto entre el gato y una señora con tos. Una señora tosiendo, mejor dicho. Una mueca constante le definía el rostro. Una pupila estaba muerta. La otra no. Bien oscura.
Recordé a Juan. Juan y Eliseo habían ido a pescar al delta del Paraná. A una isla sin nombre. Bebieron durante dos días sin dormir y batieron el récord de chistes pornográficos. Cruzaron el umbral escuchando al loro contar el chiste del lorito. Cuando Juan vino a verme todavía tenía sangre y escamas en las manos. Y ese olor, indisimulable, a aceite quemado que impregna a los asesinos.
Una parte de Eliseo fue encontrada mucho después entre unos camalotes.
Antes de irse, la chica me dijo que iban a enterrar al animal en el fondo de su casa. Yo había propuesto llevarlo a la universidad para que lo estudien. La chica agradeció y los dos (o tres, depende cómo se mire) salieron. El gato colorado me pidió un cigarrillo. El último, le aclaré.
