Recuerdos de muy lejanas escapadas, entre bohemias y arriesgadamente sórdidas, cuando varias veces durante el apogeo de mis prácticas de talleres literarios, salía del dulce confort de la vivienda familiar en plena área central de San Justo, y me embarcaba a medianoche en algún “96” que me ofrecía algo que, hasta el presente, me sigue atrapando los sentidos: Un buen y prolongado viaje interurbano en colectivo con la luna, y el cosmos estrellado, expuesto al desnudo sobre nosotros.
Rostros y luces, concatenación de sonidos desordenadamente introyectados en el limitado microclima de alguna de aquellas unidades del emblemático Transporte Ideal San Justo, conformaban un viaje que enlazaba la sacralidad del sentir interno con la sencilla ramplonería del exterior que transcurría a mi paso.
Así llegaba hasta plaza Constitución, de inmediato recorría a ritmo taciturno los semivacíos salones centrales de la estación del ferrocarril Roca; acaso algún empleado dejaba pasar al por entonces joven veinteañero barbudo y de eterno semblante bonachón, para saborear largos andenes con sus vapores y las nieblas de una madrugada netamente ferroviaria. Me embriagaba con los sonidos de las locomotoras en maniobras, puesto que el último convoy rumbo a Mar del Plata ya había partido una hora antes.
Poco a poco, me fui amigando con aquellos rostros exhaustos, con esas arrugas inmemoriales que traían años y años de tornos y nervio industrial en plena decadencia de un país que el menemismo se encargó de reventar y enterrar. Y me cruzaba mientras tomaba discretísimas notas, con esos pasajeros esporádicos e indiferentes, absortos en un océano de incertidumbres y dramas, mayormente en sus orgullosos mamelucos o humildes ropas de laburo fabril. Épocas en las que de madrugada ya se veían los primeros movimientos de descarga de los feriantes que tenían sus puestos, réplicas del Mercado Central, en una parte del infinito hall central de la estación. Y por supuesto, muchos horrores que callo porque prescribieron, y porque seguramente no pocos de aquellos condenados de la tierra, apenas si habrán logrado arrastrar sus osamentas hasta los albores del nuevo milenio, que ya tan lejos nos va quedando en la retina a quienes peinamos canas.
Como gran banquete de aquellas incursiones cazadoras de observaciones y recolección de conceptos entre objetivos literarios y político filosóficos de los tiernos años de una juventud demasiado perdida en el tiempo, después cruzaba calle Lima y paraba en una vieja pizzería-bodegón, entre Brasil y O´Brien. Allí escribía durante las densas madrugadas y leía por partes equidistantes, mientras era un discreto testigo del devenir de lo peor y lo mejor que unos ojos juveniles, procedente de sectores medios del conurbano a esas horas dormilón, pueden atesorar. De aquellos viejos viajes, surgieron unas líneas que están incluidas en el por ahora único librito de poesías que me fue publicado allá en el 2003 (“Silenciosos Atardeceres”, Grupo de Escritores Independientes, 2003. Agotado hace añares):
Indicios
Un pasajero solitario
Nocturno es su viaje
Contempla los hogares que
Apagan las luces a su paso
Un sonido silencioso
Un hombre avanzando
Sin destino
Un hombre madurando
Su decisión tantas veces
Reprimida
Un hombre decidiéndose
A buscar su perdida
Primavera
Un hombre procurando terminar
Esta vasta noche
De lágrimas y
piedras
Evoco en tiempos de redes sociales, celulares e inmediateces sobrepasadas en histeria colectiva, aquel curioso y audaz caminar del pasajero nocturno, que consciente de los potenciales alcances fruto de sus decisiones, se aproximaba hasta las puertas del infierno y un poquitín más también, en aras de ampliar conocimientos, sentires, aromas, acumular experiencias y abrazar a tantos nadies y penúltimos linyeras, que como en la Balada y rodeados de locos, despreciamos a sabihondos y cajetillas siempre ausentes de aquellas calles, y entre ruinas propias y ajenas, apostamos con lo poco que nos queda, por el deseo innegociable de reinventar al amor.